20 enero 2015

Comentario: "Las partículas elementales". Michel Houellebecq

 

Me ha impresionado “Las partículas elementales”, de Houellebecq. No como obra literaria (no es una mala novela, pero tiene una factura descuidada y unos personajes con poco volumen) sino como panfleto: en realidad, aquí se trata de transmitir unas ideas de la forma más contundente posible, y Houellebecq aprovecha muy bien la libertad que permite el género novelístico para lograr que su mensaje vaya el estómago, algo que sería imposible en un ensayo convencional.
En este sentido el libro está plenamente conseguido, aunque sorprende ver que no parece habérsele entendido bien. Al menos, yo tenía una imagen de Houellebecq, tras haber leído críticas e incluso alguna entrevista, que lo pintaba como provocador y pornógrafo, el enésimo epatador de burgueses vertiendo bilis sobre el abominable occidente. Un tipo de personaje que me interesa muy poco, así que no hice caso a las recomendaciones de una amiga, que vive en Francia, y que hace ya unos cuantos años estaba entusiasmada con “Las partículas elementales” (LPE, en lo sucesivo) .
El caso es que al final he leído el libro y no he encontrado ninguna provocación gratuita, sino la crítica más demoledora que imaginarse pueda a la sociedad post 68: es decir, a la nuestra. No, Houellebecq no pertenece al rebaño de los ácidos-y-lúcidos debeladores de la sociedad burguesa y el orden establecido. Está exactamente enfrente del mandarinato cultural que babea con la “transgresión”:
“Siempre me ha asombrado la atracción de los intelectuales por los hijos de puta, los brutos y los gilipollas”.
No la emprende contra el muñeco de paja de los “valores tradicionales”, sino contra los valores realmente vigentes: el narcisismo, la huida del compromiso, la idolatría de la juventud y del cambio continuo (llamado “progreso”)… Tiene motivos para hacerlo, pues su madre fue una adelantada al 68 y el pequeño Michel, criado por su abuela, conoció muy pronto la cara B del derecho a realizarse y a la libertad sexual de sus padres. Tras un divorcio traumático y una temporada en el psiquiátrico, Houellebecq escribe en LPE una historia con muchos elementos autobiográficos. Los protagonistas, Michel y Bruno, son dos hermanastros que, abandonados por su madre para vivir experiencias en comunas hippies, son criados por sus respectivas abuelas; se conocen en la adolescencia, y, pasados los 40, todavía intentan salvarse del naufragio de la revolución sexual y encontrar una relación humana de verdad.
De eso trata LPE: de los damnificados de la revolución sexual, del asco y el hastío, del inmenso daño emotivo sufrido, sobre todo, por los niños. Cosas que todos sabemos pero que nadie dice: los secretos de familia del occidente posmoderno.
* * *
Todo esto no sólo se desprende de la historia, sino que el propio Houellebecq lo explica abiertamente en varias ocasiones. El mensaje es, pues, diáfano. ¿Cómo es que se ha entendido tan poco, entonces? Creo que la razón puede estar en dos rasgos del libro y un rasgo de los críticos.
Para empezar, LPE está llena de sexo. Nunca he leído una novela en la que se derrame más semen. Pasada la página 200 se me ocurrió hacer una estimación de orden de magnitud: encontré que el número de felaciones está más próximo a 102 que a 101. Los que pensaban que El Quijote era un libro de caballerías sin duda piensan hoy que LPE es una novela erótica.
Hay otro motivo de despiste: en la novela, las investigaciones de Michel acaban proporcionando una solución tipo Un-Mundo-Feliz al nudo gordiano en que se han convertido las relaciones humanas. El libro da así un giro y lo que parecían las críticas sociales de un reaccionario se transforman –para los que pensaban que 1984 era una novela de ciencia-ficción- en elementos de una ucronía.
Finalmente, creo que hay una razón de fondo por la que la crítica no ha entendido este libro. Es el mismo espejismo socialdemócrata que lleva a los intelectuales a postular “desiertos de comida” para explicar los criminales famélicos: están demasiado encariñados con sus ficciones post-68. Con la idea de que es posible una ética sin obligación ni sanción, un amor sin compromiso, una enseñanza sin esfuerzo, una democracia sin valor cívico… Tan encariñados están con su wishful thinking que no pueden reconocer la realidad, por fiel que sea su retrato: les produce una disonancia cognitiva demasiado fuerte.

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