Por Manuel Ortiz.
En
Ucrania, una mañana de diciembre, graznaban los cuervos sobre los arboles de la
plaza del ayuntamiento de Lemberg. Niños en trineo se deslizaban barranco
abajo, los gritos que lanzaban sobresaltaban a las mujeres que parloteaban protegidas
del frío en los sanjuanes de las casas. En el centro de la palestra, unas niñas
pequeñas construían muy rudimentariamente, lo que parecía ser un muñeco de
nieve. La mañana era movida y brillante, un día de fiesta nacional o de
jubileo.
Cuando
Simon Wolowich y su hijo con pantalones de pana, abrigos negros y cubriendo sus
cabezas con el sombrero Shtihmel, marchaban a grandes pasos acompasados a través
de jóvenes rubios sonrosados y chicas con piernas de jugadores de rugby, un
joven golpeó el bastón del padre y a punto estuvo de derribarlo.
— ¿Es qué estas cucarachas no saben
caminar? — Preguntó el joven a la chica que lo acompañaba.
—Nacieron demasiado cansados—contestó la
chica con una leve sonrisa.
Simon se apoyó en su hijo, más para
detener una posible discusión que una ayuda.
Después de llevar caminando una hora, las
casas aparecían mas separadas entre sí, tenían los techos de cinc y las
ventanas muy estrechas, como si
quisieran ocultar el interior de las viviendas. En los patios solo se veía
algún tenderete para la colada o algún arbusto que ya empezaba a ralear.
De repente apareció ante ellos una gran
cancela y sobre ésta un nombre grabado en forja “JANOSWKA”. Padre e hijo se
acurrucaron frente a la reja, las manos fundidas en los bolsillos, rostros
hirvientes y cejas empapadas.
— ¿Éste es el campo? — Preguntó el hijo.
—Sí, éste es el origen de mis pesadillas pero
también el lugar donde conocí al prisionero 457, que me enseñó el oficio de
zapatero y gracias a eso pude resistir hasta la liberación, sobre todo a las
botitas preciosas que hacíamos para los oficiales de las SS.
El hijo asintió levemente.
—Cuando llegaron los rusos—continuó el
padre—sólo quedábamos con vida la cuarta parte de los prisioneros que ingresamos
en el. Y no solo habían exterminado personas, también acabaron con los pájaros,
con las ratas, ni siquiera dejaron un
insecto con vida.
—Padre, te prometo que el día de mañana, yo
haré con mi hijo, lo que tú has hecho hoy conmigo y él lo hará con su
primogénito. Porque esto hay que celebrarlo, cómo el día que un hombre enseño a
mi padre el oficio de zapatero y gracias a él, todos los Wolowich de ahora y de
las generaciones futuras, le debemos la
vida.
Simon se agarró a la alambrada y regresó a
los horribles barracones y volvió a transportar en sus manos, cuero, puntillas,
tazas de achicoria y a escuchar llantos y gritos.
—Padre, nos tenemos que marchar ya—le susurró
el hijo mientras le acariciaba la espalda.
La mortecina luz solar caía en su círculo
herrumbroso sobre las paredes de ladrillos, de maderas rotas, de polvo, y de
los recuerdos de las personas que allí vivieron y se habían perdido para
siempre.
Era tarde cuando llegaron a Bear, ya
estaban encendidas las bombillas en las calles. Caminaron en silencio como si el tiempo no les
perteneciera. Las personas que encontraron a su paso parecían contentas,
hablaban de compras, de comidas familiares. En la plaza del pueblo estaban
representado el Belén viviente. El hijo acompañó a su padre hasta la puerta de
la casa.
— ¿Vas a entrar a saludar a tu madre?
—Ya es tarde padre, y mi mujer debe de estar
preocupada.
—Claro, claro—respondió Simon.
Abrió la
puerta del vestíbulo y notó sobre su rostro el calor del hogar.
Sara, estaba planchando una camisa blanca.
Simón alzó su mirada para contemplar la cara de su mujer. Su rostro detonaba ya
la edad pero todavía seguía siendo hermosa, el mechón de pelo que le caía sobre su mejilla la rejuvenecía.
— ¿Ha merecido la pena? — le preguntó de
sopetón.
—Sí, ya puedo dormir—dijo el viejo mientras
se sentaba en una silla.
Los
ojos de Simon brillaban intensamente, las lágrimas bajaban lentamente por
sus mejillas y el fuego las coloreaba de
azul verde y rojo.
Sara se dio cuenta y acudió a su lado
rápidamente, le rodeó la cabeza con sus brazos y apretó la mejilla contra su
frente.
—Está bien—le susurro ella mientras sus
lágrimas también acudían a sus ojos, como si quisieran unirse a las de su marido,
como dos afluentes que se unen en el rio.
Sara sorbió las lágrimas y se secó la
nariz con el dorso de mano. Durante unos minutos siguió con sus brazos en torno
a la cabeza de Simon. Al cabo de un rato se secó la cara por última vez y se
acercó a la cocina.
—Tengo una sorpresa para ti—dijo alegremente
mientras traía en una mano una bandeja y
en la otra una jarra de vino.
Simon la miró con sus ojos borrosos y aún
así le pareció la mujer más bella que ha existido sobre la tierra.
—Tu plato y tu bebida favorita, chuletas asadas y
mosto.
Manuel, bien currao. Se ve tu estilo de futuro escritor. ¡Que bueno!
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