Billy pasaba de los 77 años. Su fiel esposa falleció hacía
ya siete y desde entonces sus azulados ojos reflejaban la profunda pena que le
acompañaría de por vida.
Sentado en la chirriante mecedora recordaba tiempos mejores cuando
sus piernas eran fuertes y sus brazos firmes, —pronto estarás con ella viejo Billy— se dijo
esperanzado.
Gustaba levantarse cada mañana con el cacarear del gallo y
dar un paseo por los alrededores, saludar a Bob y a su esposa y charlar con
Oliver, un muchacho de 13 años cuya energía y vitalidad le recordaban su infancia.
En el preciso instante en que intentaba levantarse de la
mecedora, alguien golpeó la puerta con fuerza y decisión, incluso con ansia. Billy
atendió la llamada y al abrir, una alta y espigada figura vestida con una gran
capa negra se encontró ante él. Un frio helado recorrió todo su cuerpo,
reponiéndose rápidamente de la impresión. Preguntó amablemente:
— ¿Qué se le ofrece a esta inoportuna hora de la noche?
— Necesito cobijo, agua y comida – dijo el hombre sin mostrar
su rostro guarnecido por la gran capa negra y con un tono de voz que más
parecía de exigencia que de pedigüeño.
— Pasa, puedes acomodarte en ese rincón, estarás cómodo. Te traeré
pan, queso y un poco de agua, pero mañana, a primera hora, deberás partir.
«Me llamo
Billy», dijo mientras se
dirigía a la cocina
— Lo sé – contestó el viajero secamente mientras se
desprendía de la capa que dejo caer al suelo.
— Veo que el sol se portó bien contigo, parece que nunca te
quiso mirar a la cara— « ¿Por qué sabes mi nombre? » preguntó extrañado.
Sin abrir la boca y con la mirada fija en los ojos
cristalinos de Billy, el extraño meneó la cabeza negativamente.
— Te busco a ti, viejo. Tu hora ha llegado y vengo a
llevarte conmigo, pero en agradecimiento a tu hospitalidad, puedo prolongar
este momento para que rememores y me hables de tu paso por la vida, si así lo
deseas.
Billy vio pasar ante sí, en un breve instante, el transcurso de sus años de
niñez, su juventud, sus días de felicidad plena y las innumerables bellezas que
había visto y sentido a lo largo de su existencia, de sus cuantiosas experiencias que de alguna
manera se reflejaban en su piel y su mirada.
El viejo le habló de su hogar de la infancia, de su madre
muerta cuando sólo tenía 12 años. Le habló de su primer amor y su primera
experiencia con una mujer. Se detuvo explicando los numerosos amaneceres que ha
visto, las miles de sonrisas que se escaparon de sus labios hasta dejar huella
en la comisura de su boca y en el contorno de sus ojos, de la magia de los
olores que pueden transportarlo a décadas de años atrás y lo agradable de
degustar una buena jarra de vino en la taberna de la aldea. Le explicó el
orgullo de haber realizado un trabajo que le permitió llevar pan a casa. De la
sensación de sentir el agua del lago en su cuerpo en una calurosa tarde de
verano, como si de un abrazo reconfortante se tratara. Le habló del cantar de
los pájaros y del zumbido de los insectos y del armonioso sonido que formaban
cuando tomaba el fresco en la silla del porche.
Mientras Billy hablaba se daba cuenta de que no era viejo,
sino experto, la vida le había brindado muchos instantes, a veces efímeros y
aparentemente insignificantes, pero que al repasarlos ahora, se daba cuenta de
cuan gratificantes eran. Instantes que había pasado por alto. Se percató que la
vida no es un pasar de años esperando la visita de este extraño personaje, sino
más bien un cántaro que se iba llenando de alegrías, de grandes y buenos momentos
y también de muchos pequeños detalles, de tristezas y penurias que le hacían
fuerte y que de alguna manera, le hacían disfrutar aún más de los buenos ratos.
Se enfadó consigo mismo por no haberse dado cuenta de todo ello hasta el momento en el que la vida se le iba
de forma inminente.
— No te atormentes viejo, sé que tú has vivido y sentido
como pocos y aunque necesitabas darte cuenta, sé que has entendido la esencia
de lo que vengo a arrebatarte y con ello has de marcharte.
Un insoportable cansancio invadía al viejo, sus parpados
pesaban más de lo habitual y no pudo evitar cerrar los ojos, --sólo unos
segundos— se dijo mientras sentía a su esposa joven y feliz estrechándole en
sus brazos. No pudo evitar sonreír una vez más… — todo ha sido un sueño viejo
Billy, pero bendito sueño que te ha hecho abrir los ojos, hasta ahora cerrados—
A la mañana siguiente, como siempre, Oliver fue a casa del
viejo. La puerta estaba entreabierta.
— ¡Buenos días Billy!
El muchacho vio al viejo sentado en su mecedora, inmóvil,
con sus ojos cerrados y una leve sonrisa en su rostro. Oliver no sintió temor,
seguía viendo el mismo rostro dulce que siempre había visto.
Lo cubrió con una gran capa negra que encontró en el suelo
junto a la mecedora y marchó a avisar a los vecinos de la entrañable aldea.
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