10 agosto 2015

El cántaro de Billy

BETELGEUSE
 
Billy pasaba de los 77 años. Su fiel esposa falleció hacía ya siete y desde entonces sus azulados ojos reflejaban la profunda pena que le acompañaría de por vida.

Sentado en la chirriante mecedora recordaba tiempos mejores cuando sus piernas eran fuertes y sus brazos firmes,  —pronto estarás con ella viejo Billy— se dijo esperanzado.

Gustaba levantarse cada mañana con el cacarear del gallo y dar un paseo por los alrededores, saludar a Bob y a su esposa y charlar con Oliver, un muchacho de 13 años cuya energía y vitalidad  le recordaban su infancia.

En el preciso instante en que intentaba levantarse de la mecedora, alguien golpeó la puerta con fuerza y decisión, incluso con ansia. Billy atendió la llamada y al abrir, una alta y espigada figura vestida con una gran capa negra se encontró ante él. Un frio helado recorrió todo su cuerpo, reponiéndose rápidamente de la impresión. Preguntó amablemente:

— ¿Qué se le ofrece a esta inoportuna hora de la noche?

— Necesito cobijo, agua y comida – dijo el hombre sin mostrar su rostro guarnecido por la gran capa negra y con un tono de voz que más parecía de exigencia que de pedigüeño.

— Pasa, puedes acomodarte en ese rincón, estarás cómodo. Te traeré pan, queso y un poco de agua, pero mañana, a primera hora, deberás partir.

«Me llamo Billy», dijo mientras se dirigía a la cocina

— Lo sé – contestó el viajero secamente mientras se desprendía de la capa que dejo caer al suelo.

— Veo que el sol se portó bien contigo, parece que nunca te quiso mirar a la cara—  « ¿Por qué sabes mi nombre? » preguntó extrañado.

Sin abrir la boca y con la mirada fija en los ojos cristalinos de Billy, el extraño meneó la cabeza negativamente.

— Te busco a ti, viejo. Tu hora ha llegado y vengo a llevarte conmigo, pero en agradecimiento a tu hospitalidad, puedo prolongar este momento para que rememores y me hables de tu paso por la vida, si así lo deseas.

Billy vio pasar ante sí, en un breve instante, el transcurso de sus años de niñez, su juventud, sus días de felicidad plena y las innumerables bellezas que había visto y sentido a lo largo de su existencia,  de sus cuantiosas experiencias que de alguna manera se reflejaban en su piel y su mirada.

El viejo le habló de su hogar de la infancia, de su madre muerta cuando sólo tenía 12 años. Le habló de su primer amor y su primera experiencia con una mujer. Se detuvo explicando los numerosos amaneceres que ha visto, las miles de sonrisas que se escaparon de sus labios hasta dejar huella en la comisura de su boca y en el contorno de sus ojos, de la magia de los olores que pueden transportarlo a décadas de años atrás y lo agradable de degustar una buena jarra de vino en la taberna de la aldea. Le explicó el orgullo de haber realizado un trabajo que le permitió llevar pan a casa. De la sensación de sentir el agua del lago en su cuerpo en una calurosa tarde de verano, como si de un abrazo reconfortante se tratara. Le habló del cantar de los pájaros y del zumbido de los insectos y del armonioso sonido que formaban cuando tomaba el fresco en la silla del porche.

Mientras Billy hablaba se daba cuenta de que no era viejo, sino experto, la vida le había brindado muchos instantes, a veces efímeros y aparentemente insignificantes, pero que al repasarlos ahora, se daba cuenta de cuan gratificantes eran. Instantes que había pasado por alto. Se percató que la vida no es un pasar de años esperando la visita de este extraño personaje, sino más bien un cántaro que se iba llenando de alegrías, de grandes y buenos momentos y también de muchos pequeños detalles, de tristezas y penurias que le hacían fuerte y que de alguna manera, le hacían disfrutar aún más de los buenos ratos. Se enfadó consigo mismo por no haberse dado cuenta de todo ello  hasta el momento en el que la vida se le iba de forma inminente.

— No te atormentes viejo, sé que tú has vivido y sentido como pocos y aunque necesitabas darte cuenta, sé que has entendido la esencia de lo que vengo a arrebatarte y con ello has de marcharte.

Un insoportable cansancio invadía al viejo, sus parpados pesaban más de lo habitual y no pudo evitar cerrar los ojos, --sólo unos segundos— se dijo mientras sentía a su esposa joven y feliz estrechándole en sus brazos. No pudo evitar sonreír una vez más… — todo ha sido un sueño viejo Billy, pero bendito sueño que te ha hecho abrir los ojos, hasta ahora cerrados—

A la mañana siguiente, como siempre, Oliver fue a casa del viejo. La puerta estaba entreabierta.

— ¡Buenos días Billy!

El muchacho vio al viejo sentado en su mecedora, inmóvil, con sus ojos cerrados y una leve sonrisa en su rostro. Oliver no sintió temor, seguía viendo el mismo rostro dulce que siempre había visto.

Lo cubrió con una gran capa negra que encontró en el suelo junto a la mecedora y marchó a avisar a los vecinos de la entrañable aldea.









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