27 agosto 2015

El vínculo 
                                                      Seudónimo: Libélula
Tener los ojos que reflejen el mar y el cielo a la vez, era su suerte. Marta fue durante mi infancia la amiga inseparable, la hermana que se quiere y se odia a la vez de por vida.
Todo el mundo decía que nuestra unión era debida, a que no nos parecíamos en nada.
Ella vivía en el cuarto piso. Me gustaba subir allí. Su madre nos daba de merendar café, con leche condensada. Entonces, podía como una señorita coger la cuchara, meterla en la lata y sacarla plena con mucho cuidado hasta llevarla al vaso de cristal. Marta se reía entonces con su risa de niña montada en los caballitos de feria. Y me llamaba bobalicona porque me quedaba absorta viendo caer mi tesoro suave y cremoso. Mientras lo bebía miraba en silencio, haciendo como que escuchaba el parloteo de ella y de su madre; pero en verdad me dedicaba a mirar a través de la ventana del salón. Desde allí se veían las copas de los árboles, los pájaros, los niños empequeñecidos jugando, y las casas nuevas.
Yo vivía en el bajo, la tercera puerta a la izquierda y mi ventana daba a la alta pared del transformador que suministraba corriente a parte del barrio. La empresa que vendió los pisos, se había comprometido a quitarlo en poco tiempo, pero cuando pasó los años mi madre dijo que se les había olvidado ese detalle una vez cobrado a los desgraciados. Por eso aún sigue allí.
Marta nunca entró en casa, aunque yo la invitaba a pasar siempre y siempre la contestación fue la misma: No entraba en la cueva de las ratas y si se enfadaba conmigo me pedía llorosa que volviera a mi casa cloaca. Pero los enfados se le pasaban pronto y al otro día, tocaba impaciente el timbre de la puerta; a mí se me aceleraba el corazón, porque sabía que era ella. Le habría antes de que cambiara su humor, y dejaba que me enseñara uno de sus muchos vestidos nuevos. Todos ellos dejaban ver unas piernas delgadas e infinitas para su edad, con sus rodillas de muñeca. Y es que marta nació guapa, eso lo sabía todo el mundo. El sol estaba en su pelo, la cara de porcelana con la boca pintada de fresa y los ojos… los ojos escapaban de este mundo.
Antes de salir del bloque, se paraba en el portal y me agarraba de las manos, para ponerme frente a ella. Guardaba un silencio de mayor, me remiraba de arriba abajo y dejaba escapar un suspiro de resignación.
Yo me había pasado media hora frente al espejo, peinando mis coletas marrones, me ponía a escondida los lazos rojos de los domingo en ellas, y sacaba del ropero el pantalón vaquero de mi hermano que madre había arreglado ese verano para mí .me lo ponía junto con la camiseta de las tardes, lavada cada noche y recogida al alba para que oliera al rocío.
Después de prestarme esa atención tan soléenme, me pellizcaba los cachetes gordos de la cara y me cambiaba el nombre.
-Bartolita, tú no tienes remedio.
Por ella, mi nombre quedó durante muchos años guardado en el libro de familia, Estrella María solo para ocasiones puntuales. Para los demás niños para la gente del barrio y para mi familia se le hizo la costumbre del nombre asignado.
Cuando ayer recibí la llamada, y volvió aquel nombre a sonar en mis oídos, supe que el pasado regresaba a mí por algo importante.
Me día un largo baño, perfume mi cuerpo, saque el vestido que provocaba que todas las miradas se volvieran hacia mí, metí los pies en los zapatos de fino tacón, peiné mi pelo largo para que callera como el manto de seda que era. Y solo guarde en la maleta, ropa para un día y la documentación.
Cuando baje del coche, después de horas de viaje, miré alrededor de donde parecía no haber transcurrido el tiempo.
La iglesia estaba llena, todo la gente dentro. Me quede parada en el umbral, busque a la figura encorvada de madre, estaba en la tercera fila detrás de los familiares, recorrí el pasillo casi como lo hacen las novias, miré a un lado y a otro, y vi a Juan el Largo, a Antoñito el peca, a Susana la repipi, todos a los que se les había cambiado el nombre igual que a mí. No tenían gesto, eran piedras que observaban.
Me senté al lado de mi madre, pero a penas quise mirarla, deje que me cogiera la mano, y escuche la misa. Marta estaba igual que siempre. Metida en aquella preciosa caja cubierta de flores, porque después de tanto tiempo, hasta Dios la prefirió a ella primero.



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