Seudónimo: ANJU
Se
levanta cantando todas las mañanas, ni el mismo sabe por qué.
Simplemente canta. Ópera, canción romántica, lo que sea. Los demás le
miran con cara entre sorpresa y extrañeza, pero él canta.
Hoy
comerán coliflor, el inconfundible olor va llegando poco a poco de la cocina,
mala suerte. No le gusta la coliflor. La señora de al lado tiene
los pies viejos y deformados, lo
ve a través de la apertura de sus
sandalias ya gastadas. Ella también
tendrá historias que contar a pesar de su aspecto acabado.
Y él
sigue cantando, ha visto tantas
películas, italianas, americanas, francesas. Ha escuchado multitud de canciones y bailado agarrado a una cintura
muchas noches. Quizás fuera todo eso. También ha viajado, por montañas,
valles surcados de ríos lentos o rápidos, costas rocosas o cálidas
playas donde dejarse mecer por las olas....
Ha conocido ciudades, tiendas, bares, comidas tan distintas bañadas en
vino, bibliotecas, museos, edificios antiguos donde perderse, catedrales inmensas, calles estrechas, como
laberintos blancos, enormes bulevares elegantes. La luz de cada día,
el viento cálido, el sol inmenso, las
estaciones que se suceden y cambian el
color y el olor de las cosas.
Pero
lo que más recuerda es una sonrisa, una sonrisa en los ojos, una chispa de
felicidad en la mirada de una mujer. No importa el nombre, él lo sabe bien, pero no importa si es Amelia o Beatriz o
Cristina. Él la recuerda a trozos, retazos, quizás no sepa cuáles son inventados. Son momentos fugaces pero a la vez eternos en
su cabeza, se repiten, intercambian, giran y se vuelven a reproducir,
desde otro ángulo, en otra ciudad, en
otro paisaje, en una casa sencilla o en cualquier espacio vacío.
La
señora de al lado está discutiendo con alguien,
se ha levantado y le han quitado su silla e increpa a un señor
espabilado que se ha sentado en ella, la silla está lado de la ventana. Hoy hace mucho calor. El
señor misteriosamente se levanta y la señora, creo que se llama Pilarcita, retoma su asiento.
Ella
trabajaba en una oficina de turismo. Él había sido viajante. Por eso conocía
muchas ciudades pueblos, comarcas. La
oficina estaba situada en la esquina de la calle de un pueblo de montaña. Tenía
folletos de todas las ciudades de alrededor.
Al principio se interesó por una, por cualquiera. Después cada día
entraba en la oficina y se acercaba al mostrador con un folleto que había
cogido de la estantería. Ella le
explicaba con dedicación cómo llegar a
los principales monumentos a través del mapa o dónde podía comer. Él ya conocía todas esas ciudades. Pero seguía preguntado.
No
importa que aquí haga mucho calor, que sea agosto no se mueva una gota de aire
y que el bochorno inunde nuestra frente.
Todo eso importa poco. Bueno un poco sí,
pero no lo suficiente. Porque la memoria va y viene, recorre el tiempo
por delante y por detrás y capaz de recordar que un día él pareció girar al ritmo inmenso de cualquier órbita. Que giraban los dos.
Consiguió
convencerla de que él conocía otros lugares que no aparecían en esos mapas.
Cada primavera volvía a aquel pueblo de
montaña. Cuando se acercaba reconocía el
olor de los grandes árboles, el sonido
de los animales, el viento acallando en
olas de frescor cualquier pensamiento anterior.
Ahora
está tumbado en una cama... es un hospital. Se ha despertado y su hijo le está mirando inquieto. Quiere decirle que no se preocupe, pero no puede hablar, entorna los ojos con
una sonrisa. Una punzada recorre su
pecho. Está asomado al balcón con vistas al gran valle. Entre sus manos la
cintura de ella, la que tan bien conoce,
su pelo negro se mueve levemente y deja ver la curva de su cuello que él
besa impregnándose con avidez de su
olor. Puede sentir como el
movimiento de rotación de la tierra mueve el aire cálido, allí en la
montaña. Alguna estrella nace lejos. El
tiempo se ha detenido. Tal vez fue un sueño
o tal vez no, ya no importa porque
él lo recuerda bien. Por suerte
no comerá coliflor. Cierra los ojos.
Ella
trabajaba en una oficina de turismo en la esquina de la calle.
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