01 septiembre 2015

                             La muchacha de la biblioteca
                                                                             Seudónimo: jueves
Como cada jueves, a las 10 de la mañana, acudía a la biblioteca de la ciudad para dejar un libro o leer alguna revista de actualidad. Me gustaba estar un buen rato y disfrutar de la paz y tranquilidad del lugar, a esa hora de la mañana, solo había algunos jubilados  que acudían a leer la prensa del día, o a navegar por internet,  adquiriendo conocimientos, descubriendo cosas nuevas, que en su juventud no lo pudieron hacer.
Y como cada jueves, a esa hora, desde hacía  unas semanas la veía llegar. De unos 35 años, estatura media, ojos marrones, cabello negro y corto, piel blanca y cara agraciada. Siempre  en faldas, bolso colgado en su hombro derecho y en la mano izquierda, apretándolo contra el pecho, el libro que traía a descambiar. Daba los buenos días a la bibliotecaria, le entregaba el libro leído, recogía otro ya escogido y se marchaba.
Cuantas noches dormía pensando en la enigmática joven, en su semblante serio, la mirada triste. Y a la vez, sentía una enorme atracción física hacia ella, más  la curiosidad de saber quién era, me preguntaba  que sentía, qué soñaba.
Aquel Jueves, al pasar a mi lado cuando se marchaba,  la mire a los ojos y le dije adiós, me miró y una leve sonrisa se dibujó en su boca, suficiente para hacerme sentir afortunado y feliz. Me acerqué al mostrador, aún estaba el libro que había traído. Le dije a la bibliotecaria que lo quería leer y me lo llevé a casa.
En el silencio de la  habitación, lo estuve hojeando, creía oler su perfume en el papel. El libro era “La Insoportable Levedad del Ser”, de Milán Kundera. Pero lo que más me impactó, fue comprobar las marcas, el subrayado de muchas frases del libro.
Eran varias páginas las que se encontraban  subrayadas a lápiz, las frases que a la lectora le había parecido más interesantes. Muchas de ellas eran filosóficas, cultas, las que hablaban de sentimientos, de dudas, de sueños o ilusiones. Una de aquellas frases  resaltadas de un dialogo decía: -  ¿y por qué no utilizas nunca tu fuerza contra mi?  – Porque amor significa renunciar a la fuerza.
Entre  aquellas frases escogidas por ella, descubrí  una que había marcado con más interés. El trazo del lápiz era grueso e intenso, con la particularidad que el narrador la repetía varias veces y todas estaban subrayadas. Era una expresión en alemán, ¡Es muss sein!, ¡tiene que ser! ¿Qué sería lo que atormentaba el corazón de aquella joven?, que sólo marcaba lo relacionado con la voluntad, con el amor, con los sueños.
La semana siguiente la esperé cuando dejó el libro y se marchó, como un cazador al acecho me apoderé de él. Después, en casa lo leía y volvía a descubrir las marcas de lápiz en las frases con el mismo sentido de incertidumbre, de dudas, que como en el primero estaban resaltadas.
Y así varias semanas más. No conocía su voz, solo su mirada triste y el olor de su perfume que dejaba al pasar y aspiraba entre las hojas de los libros.
Tuve que  aceptar, que un amor incontrolado e intenso nacía en mi por aquella muchacha desconocida, que  sin saber su nombre, ni su historia, la conocía bien, gracias a las frases que en todos los libros subrayaba y expresaba su sentir, sus deseos y anhelos.
Tenía que hacer algo, necesitaba hablarle, escuchar su voz, sentir el tacto de su piel, mirarme en sus ojos, que me conociera.
Aquel jueves acudí a la cita, me sentía mal por culpa del trabajo de noche, la había pasado en vela y estaba muy cansado. Me senté a esperarla en el lugar de siempre, abrí la prensa del día y me puse a leer, tenía que hacer un gran esfuerzo para no cerrar los ojos. Pasaron unos minutos y por fin la puerta se abrió y entró ella tan guapa como todos los días. Aquella mañana, la biblioteca estaba solitaria, no había nadie y la joven del mostrador había ido al interior en busca de algún libro.
Me levanté, y al pasar por mi lado, me llene de valor y la cogí por el brazo. Me miró sorprendida, pero no había temor en sus ojos. Con suavidad la atraje hacía mí y sin pensar le dije: ¡es muss sein! Su mirada era de sorpresa, noté que la rigidez inicial de su brazo había descendido. Con la misma suavidad, la empuje a una pequeña habitación que servía de almacén de libros. Entramos en ella, observé que nadie nos había visto, cerré la puerta y de inmediato la abracé. Dejó caer los brazos, puso el libro y el bolso encima de la mesa y me miró a los ojos. Mi pasión tanto tiempo refrenada, quería salir al exterior. Le dije de nuevo susurrándole al oído.  ¡Es muss sein!, ¡es muss sein!, ¡tiene que ser! Ella cerró los ojos y la bese, sus brazos rodearon mi cintura y correspondió al beso. Era el beso más dulce por mi sentido, de sus labios pase al cuello y de allí de nuevo a su boca. Notaba su respiración acelerada, sus manos acariciaban mi espalda, mis manos bajaron por su cintura a su culo, la atraje hacia mi, su perfume de rosas embriagaba mi entendimiento. Solté los botones de la camisa, no llevaba sujetador y sus pechos blancos y tersos quedaron al aire. Los bese con ansias, sus pezones estaban erectos, su piel era suave y dulce. Ella al sentir mis caricias, echó la cabeza hacia atrás, su respiración era cada vez más fuerte. Baje mi mano a sus piernas y levantándole la falda, la fui subiendo acariciando sus muslos hasta la entrepierna. Toqué su sexo a través de la fina tela de las  braguitas, estaba húmedo y cálido. Lo seguí acariciando con suavidad, mis dedos hicieron presión en la ingle, en el borde de la braga y apartándola a un lado conseguí llegar a su sexo. Ella gemía y abría las piernas para dejar sitio a mis dedos, que con la misma suavidad se introdujeron en su interior en un suave vaivén, mientras ella se contraía de placer.

La tendí sobre la mesa, se levantó la falda hasta la cintura. Con un pequeño movimiento le quite las bragas de una pierna que como mudo testigo quedó colgando de la otra. Abrió más las rodillas, la sentía entregada, su sexo depilado, con una pequeña zona de vello en el pubis, resplandecía húmedo y deseante. Me baje los pantalones y los calzoncillos, el miembro se mostró erecto. Me acerque a la mesa, mientras ella abría más las piernas para dejar sitio a mi cuerpo. Le puse las manos en los muslos para apretarla contra mi, a la vez que mi pene rozaba la entrada de su sexo…En ese momento se abrió la puerta de la calle, levanté la cabeza y vi que era ella que llegaba a la biblioteca, y como siempre, como cada jueves, dejó el libro en el mostrador, habló unas palabras con la empleada, recogió el nuevo  y regresó a la salida. Me puse de pie y al pasar por mi lado la miré a los ojos, nos miramos, en su boca se dibujó aquella dulce y tímida sonrisa que me enamoraba, a mis sentidos llegó su perfume de rosas y sin volver la cabeza, abrió la puerta y se fue.  

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