10 septiembre 2015

                                                      ELLA
                                                                               Seudónimo: Chaves

Las paredes cubiertas de azulejos grasientos, hasta la altura de un hombre, no ofrecen una sola imagen que pueda refrescar el alma, no hay ni un clavo para facilitar el suicidio. El suelo está gastado y sucio. Las sillas colocadas muy juntas casi forman un solo cuerpo y allí está ella. Ella es de todas las sentadas en la habitación, la más codiciosa y seguramente la más rica, pero también la que más se pregunta: ¿Porqué estoy aquí?
Nunca tuvo amigos, siempre pensó que la amistad era el mayor error de la humanidad. Cuando le preguntaban por qué pensaba de esa manera, ella contestaba ¡Yo no tengo esa necesidad! Las gentes son conocidas y no piensen que me disgustan las personas, tan sólo pueden disgustarme mis iguales, a ellas las desprecio.
Nunca fue de tiendas sola, siempre llevaba una dama de compañía, que le sirviera de “mozo de carga”, por la cantidad de prendas y colecciones de ropa de temporada que compraba, siempre de marca. Nunca llevó  nada sobre su cuerpo  que no tuviera una firma, ni siquiera una humilde cacerola podía pasar sin el grabado que le diera nobleza a la propiedad.
Muchas veces, recibió declaraciones de amor que hubieran satisfecho su orgullo, había hombres cuyos afectos eran tan sinceros  que se habrían casado con ella, aunque hubiera sido pobre de cuna. Pero ella jamás volvió a recibir a las personas que tuvieron la desdichada ocurrencia de hablarle de amor.
La naturaleza nos hace ciegos de nacimiento, pero también puede crear mujeres ciegas, mudas, sordas y sin sentimiento alguno para cualquier tipo de amor.
En una ocasión, un hombre la miraba a través del reflejo de un escaparate de unos grandes almacenes, con la mirada más penetrante que pudiera lanzar un hombre, fue una mirada  que decía adiós al amor, a la mujer y a la vida. Pero esta última y profunda interrogación  no fue comprendida, no conmovió el corazón de aquella mujer frívola.
¿Qué era eso para ella? Una admiración más. Solamente pensó: ¡Qué guapa estoy hoy! Volvió a mirar el escaparate.  Y  vio  como unos policías de paisano metían al extraño en un automóvil negro. ¿O no era tan extraño? Se encogió de hombros y siguió mirando  las joyas, las prendas que la dependienta le estaba enseñando.
Aquella última imagen de lujo y elegancia,  se eclipsó, como iba a extinguirse su vida.
Ahora, en una sala donde no podía abrir una ventana y sudando  como en un baño de vapor, con unos zuecos como zapatos y con una cuchara como única pertenencia, al contemplarse en el espejo, vio el número que le habían tatuado.
Lo que ella no sabía  es que la tinta que habían utilizado era de la marca Pelikan.

         

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