ELLA
Seudónimo:
Chaves
Las
paredes cubiertas de azulejos grasientos, hasta la altura de un hombre, no
ofrecen una sola imagen que pueda refrescar el alma, no hay ni un clavo para
facilitar el suicidio. El suelo está gastado y sucio. Las sillas colocadas muy
juntas casi forman un solo cuerpo y allí está ella. Ella es de todas las
sentadas en la habitación, la más codiciosa y seguramente la más rica, pero
también la que más se pregunta: ¿Porqué estoy aquí?
Nunca
tuvo amigos, siempre pensó que la amistad era el mayor error de la humanidad.
Cuando le preguntaban por qué pensaba de esa manera, ella contestaba ¡Yo no
tengo esa necesidad! Las gentes son conocidas y no piensen que me disgustan las
personas, tan sólo pueden disgustarme mis iguales, a ellas las desprecio.
Nunca
fue de tiendas sola, siempre llevaba una dama de compañía, que le sirviera de
“mozo de carga”, por la cantidad de prendas y colecciones de ropa de temporada
que compraba, siempre de marca. Nunca llevó
nada sobre su cuerpo que no
tuviera una firma, ni siquiera una humilde cacerola podía pasar sin el grabado
que le diera nobleza a la propiedad.
Muchas
veces, recibió declaraciones de amor que hubieran satisfecho su orgullo, había
hombres cuyos afectos eran tan sinceros que se habrían casado con ella, aunque hubiera
sido pobre de cuna. Pero ella jamás volvió a recibir a las personas que
tuvieron la desdichada ocurrencia de hablarle de amor.
La
naturaleza nos hace ciegos de nacimiento, pero también puede crear mujeres
ciegas, mudas, sordas y sin sentimiento alguno para cualquier tipo de amor.
En una
ocasión, un hombre la miraba a través del reflejo de un escaparate de unos
grandes almacenes, con la mirada más penetrante que pudiera lanzar un hombre,
fue una mirada que decía adiós al amor,
a la mujer y a la vida. Pero esta última y profunda interrogación no fue comprendida, no conmovió el corazón de
aquella mujer frívola.
¿Qué
era eso para ella? Una admiración más. Solamente pensó: ¡Qué guapa estoy hoy!
Volvió a mirar el escaparate. Y vio
como unos policías de paisano metían al extraño en un automóvil negro.
¿O no era tan extraño? Se encogió de hombros y siguió mirando las joyas, las prendas que la dependienta le
estaba enseñando.
Aquella
última imagen de lujo y elegancia, se
eclipsó, como iba a extinguirse su vida.
Ahora,
en una sala donde no podía abrir una ventana y sudando como en un baño de vapor, con unos zuecos
como zapatos y con una cuchara como única pertenencia, al contemplarse en el
espejo, vio el número que le habían tatuado.
Lo que
ella no sabía es que la tinta que habían
utilizado era de la marca Pelikan.
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