13 diciembre 2021

Relato (sin título). Manuel Ortiz

Club Caliope


Me llamo Rosa Cándida y trabajaba de correctora y traductora en una conocida editorial. Por ese tiempo admiraba al escritor Jacinto Lorca. Y en aquella admiración, muda y a distancia, bullía crepitantemente el amor. Y el deseo, su hijo político.
Muchas noches, en la caliente intimidad de mi cama,  interrumpía la lectura de su último libro, asombrada por la fuerza de una observación, del ingenio cruel de un análisis o la elegancia de una réplica, para quedar quieta y callada, pensando.
¡Qué hombre!  ¡Cuánta superioridad!
Qué segura debe de sentirse una mujer a su lado.
¡Ser suya! —pensaba — ¡Ser suya por amor! ¡Sentir su boca en mi boca! ¡Ver extraviarse sobre mí los ojos que han conducido su pluma a través de sus páginas! ¡Notarme acariciada por la mano que ha escrito esto que estoy leyendo! Hacer reposar sobre mis pechos la cabeza que ha imaginado todo esto ¡qué  me maravilla! ¡Oír que habla para mí sola!
Me excitaba y acababa recurriendo  a las verduras, que tenía siempre fuera del frigorífico, sin las cuales no conseguía dormirme (en un año consumí doce kilos de pepino y diez de zanahoria). Por las mañanas, coincidiendo con el momento de la ducha, me enfriaba y alejaba de mí los ensueños. ¡Ay! ¡Nunca será realidad nada de aquello que yo deseo…! Está casado y además lo desearán otras mujeres, me decía a mí misma. Así que, para consolarme, tenía empapeladas todas las paredes de mi casa con sus fotos. Una de ellas, en la que aparece vestido con un traje azul marino y con el codo apoyado sobre la balaustrada del paseo de la playa de la Concha, la tenía repetida cincuenta y cuatro veces. Esta admiración silenciosa, esta devoción reprimida que sentía por un hombre solo, al que yo encontraba superior al resto de los hombres, y con el que nunca había cruzado palabra, me hacía detestar a todos los escritores que tenía la obligación de tratar a diario.
Y en la editorial hablaba desdeñosamente a mis compañeros y miraba con verdadero desprecio a los autores, gente de poco más o menos, que escribían con arreglo a un patrón del tiempo en que el gran Calderón saltaba las tapias de los conventos. Gentes que, para provocar risas en sus lectores, recurrían a un personaje tartamudo o idiota, o a juegos de palabras que ya los iberos hubieran considerado como anticuados y sobados. Juguetes hechos a base de confundir a unos con otros, en los que el insulto y la grosería estaban elevados a la categoría de elemento cómico. Me asfixiaba en el marasmo de una existencia estúpida, sitiada por la vulgaridad y el comadreo de los despachos, las variedades cretinas, la fatigosa monotonía de leer y corregir textos delirantes y aguantar la insuficiencia mental de los jefes que me rodeaban.
Cuando por fin conocí a Jacinto Lorca, la admiración no hizo sino crecer.
Era en efecto el hombre que yo había imaginado,
en mis insomnios y desvelos.
El primer beso desbarató mis nervios y la tediosa partida de ajedrez que hasta entonces era mi vida, quedó súbitamente en tablas.
Ya no pensaba en otra cosa que entregarme a él. Y me había entregado la primera noche en que nos conocimos.
Fuimos una pareja que los noctámbulos que vuelven de fiesta se encuentran al tomar una esquina dentro de un coche aparcado junto a la acera con los cristales empañados.
Éramos una pareja que, desde la distancia, en una entrega de premios, o en la presentación de algún evento, se acarician con imaginación inagotable.
Él no escribía ni una línea. Y yo llegaba tarde todos los días a la oficina, y soltaba unos camelos, que hasta el director quedaba consternado.
Cuando salía de la editorial, Jacinto me aguardaba con el coche en marcha para recluirme en su nueva casa que había alquilado a las afueras. Me trataba como una posesión, haciéndome cambiar de vestido, con lo cual lograba que pareciese siempre una mujer distinta. A veces me vestía solamente con la chaqueta del pijama de él, o totalmente desnuda con un sombrero como única prenda. Era extenuante.
Y en la intimidad de los momentos de amor, cuando ambos veíamos ya acercarse los corceles piafantes del último estremecimiento, él me bautizaba con nombres extraños.
Flordelisada—Gloria —Oralina.
Y establecía cuando recuperaba la respiración insospechadas comparaciones.
—Tu lengua es mi comunión.
—Tus cabellos parecen hechos para cortar huevos cocidos. Etcétera.
Cierta noche en que la habitación estaba a oscuras, chispeaba, como un pequeño faro, la lumbrecita del cigarro de Jacinto, apoyé mi mejilla en el pecho desnudo de él y susurre.
—No quiero volver más.
Él no me preguntó a dónde. Lo suponía. Lo esperaba. Pero indagó la causa, que adivinaba asimismo.
—¿Por qué?
—¡Me repugna....! ¡Aquella gente! Tanta pequeñez, tanta vulgaridad...
—Pues no vuelvas.
—¿Y cómo haré para no volver? —pregunté sorprendida.
—Es fácil. ¿A qué hora tienes que ir mañana?
—A las nueve.
—Pues en vez de ir al trabajo a esa hora, te diriges a tu casa  recoges tus cosas y las trasladas aquí.
—Pero... En un solo viaje no puedo traerme todas mis cosas.
—Pues repites el viaje pasado mañana, el otro y el otro, hasta que traigas todas tus pertenencias.
—¿Y qué van a pensar en mi trabajo?
—Cuando reiteres estas faltas durante diez meses, todo el mundo comprenderá que te has retirado.
Yo me reí jubilosamente y echándome de pechos sobre él apreté sus labios con los míos.
El cigarrillo ardió sobre el cenicero.
Nosotros ardimos juntos.
 
Así fue como consagré a Jacinto mi belleza, mi cuerpo, mi alma y mi albedrío.
EPÍLOGO
Albedrío. Libertad de la voluntad humana para elegir lo bueno o lo malo de que depende el mérito o demérito del ser. También significa perchero.

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